El viejo Placer

El viejo Placer vuelve de trabajar la tierra. Se lava un poco. Llena la palangana con agua y sal. Se sienta, en patas, en el reparito de la casa. Con un calentador al lado, mantiene la pava a la temperatura justa y se toma los mates mas ricos que existen.
Algo grandioso está a punto de suceder, él lo sabe. Siempre lo supo, porque desde chico sueña con el día en que pueda contemplar todos los atardeceres. Ahora le toca soñar despierto. Hay unos minutos al día que son perfectos. Incluso, a veces, es un instante. Entra como un flechazo al corazón. Provoca emoción. Ahí el viejo se abstrae. No piensa en nada. Tiene la mente en blanco y todos los sentidos se llenan y rebalsan de regocijo.
Cuando el sol se viene abajo, el viejo se toma unos segundos para elevarse, contemplar la grandeza de lo que lo rodea, sentirse vivo. Esos minutos, poquitos, el sol se deja ver. El viejo puede mirarlo a los ojos sin que lo ciegue. A veces, el sol se esconde un instante atrás de una arboleda. Como un niño que se esconde detrás de sus manos. El sol hace esto todos los días y ahí está el viejo para disfrutarlo. De vez en cuando, las nubes, egoístas, lo guardan solo para ellas. Entonces el viejo las ve prenderse fuego, como si allá lejos hubiera algo enorme que se incendia. O cuando se ponen mas bravas y truenan y mojan. El viejo las contempla desde adentro, por la ventana chiquita que le queda justo a la altura de los ojos.
El viejo Placer le dicen. El viejo placer de adorar a los dioses de la naturaleza. Llenarse de su energía, como lo hacen todos los seres vivos de esta tierra. Viejo y barato placer, de vivir en armonía.

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