shh! escuchen

Había una vez, en una tierra escondida, un anciano muy sabio. El anciano vivía solo. Solo, en soledad absoluta. Era tan silencioso que hasta dejó de hacer ruido. Su garganta no hacía ruido al tragar. Su nariz no hacía ruido al respirar. Sus tripas tampoco hacían ruido. Todo era silencio, sus suaves movimientos hacían que nada haga ruido, no había roces, ni golpes, ni vibraciones. La casa, ubicada al pie de una sierra, estaba totalmente reparada del viento. Nada se movía por allí.
Tanta quietud, le permitía que, al acercarse un visitante, el anciano pudiera escucharlo a kms. de distancia. Sabía si venía solo o acompañado. Con niños o adultos. A veces hasta lograba escuchar las conversaciones. El anciano se adelantaba a todo. Cuando un visitante llegaba, se encontraba con la mesa servida, sillas para todos, bebidas refrescantes o calientes, una buena comida o un bocado para el viaje. Exactamente lo que el viajero quería. Los forasteros creían que el anciano leía la mente. Era tal el efecto que generaba, que nadie se animaba a hablar, mas que agradecer tímidamente al despedirse.
Sin embargo, el anciano, sentía que todo ese silencio era necesario, para escuchar los sonidos que había a su alrededor. Como si estuviera escuchando una orquesta, el viejo disfrutaba de su privilegio. Oía a los pájaros conversar. El chasquido que hacen los pimpollos al florecer en primavera. El estruendo de los leños al quemarse en el hogar. El estallido de las burbujas de agua cuando hierve. El silbido del viento al otro lado de la sierra. El tintineo de las hojas que caen de los árboles en otoño. Las gotas de lluvia como aplausos sobre el techo. El crujido del césped helado en invierno.
El anciano era sabio, porque sabía escuchar, no por lo que tuviera para decir.
  

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